Vida oficina
Por Lucía Aguilera
Esta primavera comenzó la octava temporada de The Office USA, una de las pocas tiras que es ejemplo de que la inteligencia de los escritores le gana al paso tiempo, mantiene vigente una idea original, se adapta a la salida de un gran actor y vence a la monotonía.
La globalización ha dispersado por el mundo, entre otras maravillas, el estrés y la frustración laboral. La chatura del trabajo en relación de dependencia, la de pertenecer a una compañía en donde se generan ganancias para otros. Los espacios se uniformaron, y una oficina estándar es similar en cualquier lugar del mundo.
Levantarse del escritorio para hacer tiempo en la cocina, recargar los vasos de agua infinidad de veces, recibir mails y memos todo el tiempo, llevarse la vianda con la comida cada día, buscar compinches afines a uno, no importa en qué cubículo sin luz natural del mundo suceda, son situaciones fijas de estos espacios.
En este marco, The Office, además de ser una serie indiscutidamente buena, tiene un extra para aquellos que están o estuvieron varios años trabajando en una oficina. Su original inglés, protagonizado por Ricky Gervais, consta de apenas dos temporadas. Es por supuesto genial, aunque la versión estadounidense, una adaptación con actores sensacionales y un traslado de la idea más fresco y humorístico, la superó en seis temporadas. Hace un par de meses empezó la octava.
Referirse a protagonismo puro, en este caso no sería preciso. La jerarquía de la ficción está encabezada por el consagradísimo Steve Carell, que gerencia una filial en Pensilvania de Dunder Mifflin, una empresa papelera.
El todo está dado por cada uno de los personajes, con perfiles definidos y características imperdibles. Piensen que durante ocho años, temporada tras temporada, toda la acción se da en un espacio dividido por tabiques entre escritorios, un par de mamparas de vidrio, y nada más. El resto es un impecable desarrollo de personajes, actuaciones sensacionales y un guión hilarante y disparatado que jamás pierde el ritmo (aún cuando Steve ya no participa de la última temporada).
Carell es Michael Scott, un jefe desubicado, ridículo, lleno de complejos, poco instruido, sin una pizca de sentido común o razonamiento lógico. Su leal seguidor es el obsecuente Dwight Schrute (Rainn Wilson), un tipo paranoico, excéntrico, ninguneado por su superior. Sería un nerd nazi y xenófobo. En la realidad paralela que habita termina siendo un psicópata amigable.
Su “archienemigo” es Jim (John Krasinski), un divino y encantador antihéroe, que se toma cada idiotez de su compañero como eso mismo, lo enloquece, burlándolo y enfureciéndolo. Jim es de lo mas entrañable. Inteligente y lúcido, cuando ve que ya no saldrá de ese trabajo, transforma con imaginación y gracia su realidad, para que le sea más amena. Por esas cualidades, se gana el corazón de la dulce recepcionista Pam (Jenna Fischer).
Si bien el protagonismo no recae en un solo actor, estos personajes son la columna vertebral de la genialidad. Además, aquellos que hemos sido fieles a la tira, con los años hemos visto que el relato que permanece año tras año, es el del crecimiento de la relación entre Pam y Jim.
El micromundo se completa con la ultra cristiana y reprimida Angela. Kevin, que es una suerte de fronterizo impresentable pero tierno. Stanley, un contable perezoso e irritable. La frustrada y sexual Meredith. Tobby en recursos humanos, que cuenta con el desprecio y la descalificación constante del jefe. Creed, con un perfil bajo y un extraño pasado enredado en la experimentación de los ’60. Kelly, con un carácter adolescente y preocupaciones superficiales. El versátil Ryan (el único personaje que tuvo giros extremos). Phyllis, una oficinista con vocación de ama de casa. Y Oscar, el contador preparado, criterioso, más armónico que el resto de sus compañeros.
Con este reparto, cada capítulo unitario, filmado como un falso reality show, es un día en la rutina, con los hechos y contingencias del mundo del trabajo administrativo, y termina convirtiéndose en una cadena de momentos absurdos y divertidísimos que desafían el sentido común, hace que sobresalgan las particularidades de cada personaje sin exagerar y hacen gala de la agudeza de sus escritores, que con un recurso mínimo (una escenografía básica), una buena dirección de cámaras y una cabeza como la de Greg Daniels (SNL) dan cátedra de comedia moderna.
Si hay algo que la diferencia de su madre inglesa, (mucho mas sórdida y ácida que la versión norteamericana), es que cuando todo parece desbordarse y derrapar al absurdo total hay un pequeño giro que le devuelve a la situación algo de calidez, ternura o reflexión. Sin moverse del eje corrosivo, deja ver momentos de humana normalidad. A eso me refería al principio, cuando mencionaba el extra que implica para aquellos que hemos pasado gran parte de nuestros días laborables en oficinas.
Guardando la enorme distancia con los momentos escandalosamente buenos de la comedia, nos recuerda que, si fuimos afortunados, siempre encontramos en algún escritorio cercano a alguien que nos acompaña en la pesada rutina, se vuelve objeto de nuestro afecto y ofrece su mano en momentos de tensión para salvarnos el día.
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