FEDERICO | Cap 7: “Lo esencial y los ojos”

Por Vicky Caracoche

A través de su cámara Federico descubrirá hasta dónde es posible llegar si no se presionan los resultados.

Una pulsión creadora se había apoderado de Federico en las últimas horas. Se había propuesto dedicar toda la energía al trabajo para contrarrestar la mala racha con el sexo opuesto; podría decirse que el destino estaba esperando que él tomase esa decisión.

La última semana había sido agotadora, yendo de un evento a otro, entrevistas, coberturas publicitarias y así continuamente. Era tal la rueda laboral, la energía, la demanda, que Federico concluía la jornada desbordado de adrenalina. Su cuerpo era una gran reserva de hormonas por lo que el hecho de poder liberarlas a través de su oficio le generaba una contradictoria satisfacción.

A pesar de eso, había algo engañoso dentro de ese desgaste, un ruido, cierta incomodidad interna que crecía rítmica y proporcionalmente con los trabajos encomendados.

Llegaba a su casa y revisaba su labor quisquillosamente, preparaba el equipo para el día siguiente, comía un poco, tomaba algunas copas de vino, reacomodaba sus trabajos anteriores bajo otros órdenes temáticos, hacía abdominales, limpiaba obsesivamente sus lentes y daba vueltas hasta que se tiraba en la cama y hacía fuerza para dormir aunque sea tres horas antes de que canten los gallos.

Tras esta rutina durante seis días, el séptimo ya no descansó.

Ese sábado había encontrado a Aníbal Munesich, amigo de su padre y mentor de su carrera, cubriendo como él la muestra pictórica de una artista plástica muy reconocida.

Hacía muchos años que no lo veía. Cuando era chico el tío Aníbal era el encargado de registrar cada reunión social de sus padres, siempre cargado de rollos y lentes. Federico siempre recuerda esa escena en la que lo vio tirado en el piso con la cámara en la mano, a pesar de su barriga papanoelesca, y le preguntó qué estaba haciendo.

–       Busco eso que miro y que ahora no estoy viendo- le dijo con el cigarrillo colgando de la comisura y esa frase quedó cómo la número uno en su listado de lemas para la vida.

Cuando Federico terminó la secundaria, Aníbal le abrió las puertas de su laboratorio y de su creatividad y le enseñó el oficio de la vieja escuela, donde cada imagen tiene la validez de una gema que se redescubre en el revelado. Lo ayudó a ver más allá del lente y de sus ojos y le afiló la meticulosidad que distingue al arte fotográfico.

Así fue como Federico encontró su manera de hablar del mundo y de sí mismo, expresando con la cámara sus pensamientos y su concepción de la vida. Gracias a Aníbal descubrió la sensibilidad de una imagen y el universo único que podía crear con sólo apretar un botón. Lo más importante lo supo Federico un tiempo después: la fotografía lo hacía feliz.  Se sentía pleno cuando a través del visor captaba un instante, una mirada, eso fugaz y muchas veces imperceptible en lo cotidiano. El sabía que esas fotos contenían para siempre el sentimiento con que las capturaba, y le devolvían como un espejo mágico el amor con el que fueron concebidas.

Aníbal le abrió las puertas del mundo profesional y junto a él aprendió a desenvolverse en los diversos ámbitos que brinda el oficio, hasta que un día se le ocurrió mudarse a México, siguiendo a una mujer que luego le arrancaría el corazón, según sus propias palabras.

–       Y después que me lo arrancó, le puso guacamole y ají putaparió y se lo comió, hizo un buche, lo escupió y me lo devolvió todo inservible, así que acá estoy de vuelta- le contó con la ironía que lo caracterizaba, y esa visceral declaración hizo sonreír a Federico.

Esa noche se tomaron algunos vinos en pingüino en un bodegón de barrio y se contaron estos cuatro años sin verse. Federico lo había extrañado, sí. Había añorado ese vozarrón de porteño sabelotodo, ese poeta compadrito de bigote setentoso y humor ácido.

Se identificaba plenamente con él en varios aspectos, pero sobre todo en su construcción del oficio como forma de vida. Ya de regreso en el colectivo y un poco atontado por los secretos del vino barato, se dio cuenta de la inmensa empatía que le tenía.

–       Tantas veces me pasó de sentir que estaba perdido, que se me había terminado la inventiva, el sentido artístico de la cuestión, digamos, casi como quedarme ciego, entendés? Siempre el sueño repetido de entrar a un laboratorio y velar las últimas fotos que saqué, y que luego de eso no hay más nada, es vacío, oscuridad. Es como tomarse un viagra y que no haya más mujeres – Tenía la costumbre de rematar los pensamientos más profundos con un comentario frívolo para alivianar el momento, para cortar lo vulnerable y volver a la charla pasatista.

El ruido interno entonces se volvió más fuerte. Federico sabía lo que era esa sensación. En muchas ocasiones lo torturaba la idea del sinsentido porque no podía encontrarle la vuelta a lo que quería decir. Había peleado con sus ideas en su mente muchas veces desierta, se había cuestionado en tantas oportunidades dejar su profesión para hacer cualquier otra cosa que no lo exponga, había perdido el foco otras tantas. Pero no, era más fuerte que él, volvía sistemáticamente a sus fotos, a sus obras, a pesar de sí mismo, porque era lo único que lo hacía vibrar.

Preso de una ansiedad creadora, se bajó cinco cuadras antes del colectivo, se compró tres alfajores en un kiosco y se fue al trote a su departamento. Estaba amaneciendo y era la hora perfecta para la fotografía perfecta.

Desde su ventanal la vista y los colores eran adecuados, pero necesitaba algo más. Subió a la terraza y trepó hasta el tanque. Estaba muy arriba y podía ver la lejanía de la gran ciudad. Esto no le alcanzaba y la fantasía del vacío de ideas le daba cosquillas incómodas en la planta de los pies.

Volvió, desayunó y salió con su equipo. Otra vez el inconformismo empezó a bailarle en la cara.  Tomó un colectivo al azar que lo lleve a cualquier lado, a ver qué lugar le deparaba el destino. Sacaba fotos de cualquier cosa que se le presentase, pero eso tampoco lo convencía.

Estaba encaprichado en encontrar esa imagen que le devuelva la seguridad que se había desvanecido en los últimos días y que crecía mano a mano con su insomnio. Y es que ya hacía treinta y dos horas que Federico no dormía, queriendo demostrarse a sí mismo que podía ser creativo si se lo proponía (a pesar de que nadie lo estaba poniendo a prueba). Era un vagabundo con ojeras de oso panda que recorría la ciudad como un autómata exhausto.

Y fue por este estado de semi inconsciencia que terminó sentado hipnotizado por las acuarelas de Mavi Fridant, donde había trabajado el día anterior.

Cuando se despertó, tenía un tatuaje de saliva endurecida en la mejilla y Mavi lo miraba sosteniendo una taza de café.

–       Traté de despertarte anoche pero fue imposible. Dudé al dejarte encerrado en la galería, pero tenía cosas que hacer. Tomá un poco de café- dijo y le acercó la taza – Estabas tan dormido que me dieron ganas de dibujarte jeroglíficos en la cara.

Ella le sonrió y se sentó a su lado. Tenía la sonrisa tranquila y el pelo más brilloso que Federico hubiese visto jamás, aunque también estaba encandilado por los rayos de sol que se reflejaban en el espejo de la entrada.

Federico se avergonzaba un poco más a medida que comprendía lo que había sucedido.

Quiso explicarle a Mavi su situación, la recorrida desesperada y la posterior dramática rendición en el sillón del lugar, pero ella lo interrumpió en el medio del relato:

–       Crear es algo maravilloso. Es dar vida a un sentimiento, a una idea. Dar vida es también doloroso. Y ahí reside la magia. Es la combinación perfecta – Ahora su pelo brillaba más aún. Sí, no era el espejo, era su pelo de verdad.

Quizá no había encontrado lo que buscaba, pero sí halló una pitonisa de ojos alegres y voz dulce, la mano sobre el hombro del desesperado, una almohada de calma con olor a jazmín donde quisiera descansar sus obsesiones.

Mareado por el mal dormir y por la epifanía mañanera se despidió de la pintora y volvió a su casa.

Ese lunes no trabajaría, necesitaba dormir y aclarar sus ideas.

Al llegar, sacó la cámara y vio sus fotos, una por una; eran cerca de cuatrocientas tomadas a tontas y a locas y sin embargo, algo lo sorprendió.

Algunas de ellas dejaban adivinar otra imagen, no la que había visto sus ojos en primera instancia, sino lo que su sensibilidad captó por sobre su cabeza, más allá del entendimiento. Y es que en esta búsqueda frenética, Federico había intentado encuadrarse a sí mismo.

–       Lo que miro y lo que veo – comprendió y ahora su epifanía fue total. Se sintió libre y ligero – Se lo tengo que mostrar a Mavi.

Una nueva puerta se había abierto para Federico.

Si querés leer más de Vicky:
undiarioabsurdo.blogspot.com

Fotografía por:
Lucía Celeste Fernández
luchacfernandez.tumblr.com

¡Pasar al próximo capítulo!

Compartir en: