FEDERICO | Cap 3: Reconstrucción de un amor
Por Vicky Caracoche
Esta vez Federico deberá sortear los caprichos de su memoria para llegar a una conclusión: las casualidades tienen motivos.
Muchas cosas eran las que Federico disfrutaba, pero una que lo divertía en serio era el ocasional asado de domingo con sus amigos. Era un combo perfecto: cuatro hombres, vino, carne, libertad total de expresión y fútbol (Dentro de estas actividades, sólo si Boca jugaba antes de las cuatro se quedaba a verlo, sino prefería dormir la dulce siesta de la uva).
Los asados siempre se hacían en la casa de Adrián, temprano, entonces Alejandro pasaba a buscar en su auto a Federico; era cuando aprovechaban para comentarios muy íntimos o asesoría sentimental o chismes dignos de la tía abuela, que no compartían con Adrián ni Facundo.
Alejandro era el mejor amigo de Federico desde quinto grado. Se conocían muy bien y era la única persona a la cual Federico podía contarle hasta las cosas más vergonzosas que le pasaban, que últimamente eran varias. En cambio, la amistad con Adrián y con Facundo era fuerte, pero no tenía esos niveles de intimidad que le dan el grado de casi hermanos.
Es que Federico no es de esas personas que inician una charla, ni anda sonriéndole a todo el mundo buscando amigos, ni simpatiza con cualquier ser humano que se le cruce. Por ende su agenda no está dividida en familia/trabajo/mejores amigos/amigos/compinches/salida de vez en cuando/futsal/compañeros/diversión/ex novias/amigas con derechos/chicas de una noche, sino que tiene todos los números mezclados, y no son tantos tampoco.
Ya de regreso en el auto, Alejandro notó cierto rictus en la cara de Federico. Y es que cuando él se enoja y quiere disimularlo, la comisura izquierda de su boca adopta el gesto de sostener un escarbadientes invisible.
-Te molestó que te gasten con tu época de vegetariano, no? Más que hoy comiste como si hubieras bajado del Aconcagua. O fue porque cuando te agarró esa onda estabas con Catalina? – Alejandro lo conocía bien – Pero no te habías olvidado ya de ella, acaso?
-Claro que me había olvidado de Catalina, pero la traen a colación y me rompe las pelotas.
Y es que por supuesto no la había olvidado. Que la figura de su persona salga en un vago comentario, o su nombre o palabras que se parezcan a su nombre como catarata, catástrofe, catapulta, carilina o similares sean aludidos, le hacen dar cuenta que todavía no se la puede sacar de la cabeza, y eso lo molesta más.
-Bueno, igual no la llames, eh?
-¡Pero claro que no la voy a llamar! – Federico se había puesto todo colorado, como cuando descubren a un niño en su travesura – Aparte ya ni siquiera tengo el teléfono.
Los amigos se despidieron y Federico subió a su departamento decidido a pegarse una ducha para sacarse el humo que se le había impregnado en la ropa y en la mente. Él reconocía que su malhumor era intenso, y le resultaba muy difícil cambiar la energía así como así.
Cuando salió de bañarse, mientras seguía en plan relajación puso un disco de Stan Getz y decidió hacer unos llamados. La bossa nova lo predisponía al encuentro y él tenía muchas ganas de encontrarse con una mujer, primero en un lugar social y luego en una cama. O mejor directamente en una cama, pero eso ya sería más difícil.
Abrió su celular, revisó su agenda nombre por nombre: sí, no, podría ser, otra vez no, Doralice? Miró el número. Imposible. Si esa noche, hace casi cuatro meses, luego de la discusión a lo culebrón mexicano él borró su contacto. Aunque en realidad, se lo sabía de memoria y dos días después volvió a agregarla, para luego borrarla para siempre tres semanas después cuando Catalina le dijo que esta vez sí terminaban en serio. El “para siempre” fue efímero, porque enseguida la reagendó pero con otro nombre (por las dudas, uno nunca sabe, por ahí se arrepiente y mejor tenerla identificada).
Y es que Catalina era así, como una veleta que se deja llevar. La había conocido tres años atrás, en una muestra de fotos de un amigo en común. Ella no era fotógrafa, pero tenía mucho sentido de la estética y eso a Federico lo conquistó. Además era hermosa, y graciosa, y estaba un poco loca y tenía unas piernas donde Federico se quiso enredar enseguida. Catalina era una aventurera, siempre buscando lo que la hiciera feliz. En ese tiempo, ella trabajaba en una oficina y al otro día se iba de viaje por quién sabe cuánto a quién sabe dónde, para dar impulso a sus deseos de ser cantante.
Así comenzaron una amistad que siempre tomaron entre comillas porque se gustaron desde el primer momento, mandándose mails y fotos hasta que Catalina dejó todo su viaje atrás y vino corriendo –en avión- a tirarse como una Julieta deseosa de amor a los brazos de Federico. Estuvieron juntos, muy juntos, durante dos años y medio, un amor tan intenso que luego se volvió un poco raro. Y la relación empezó como un subibaja hasta que el subibaja se quedó en el suelo.
Esa vez –la última- Catalina vino a su casa diciéndole que esa vez sí era la definitiva, y se emborracharon y pasaron juntos toda la noche y se pelearon otra vez. Así la borró, para guardarla luego –en los últimos coletazos de la borrachera, cuando todo va en picada- bajo el seudónimo de Doralice, que era la canción preferida de ella y que cantaba siempre que estaba muy contenta.
Recordó esto, y dudó. Quiso saber de ella, qué estaría haciendo, cómo le estaba yendo con sus clases de canto, si tenía trabajo. Pensó que todo ocurría por una razón y no era casual: la bossa nova, su libido confiada, Doralice. Sí, lo intentaría, total, el orgullo había quedado en el recuerdo. Así fue que tomó el celular, y sonó el timbre. Nada es casual.
Perplejo Federico fue hasta la puerta, miró por la mirilla y la abrió. Era Ana, su vecina del “H”.
-Hola. Nos sentimos un poco mal por habernos reído tanto de vos el otro día, así que te traje un poco de bizcochuelo que hice a la mañana- y le sonrió tímida.
Federico sintió que su voz le sopló la cara y la invitó a pasar.
Si querés leer más de Vicky:
undiarioabsurdo.
Fotografía por:
Coni Rosman
www.conirosman.com.ar