FEDERICO | Cap 16: “Travesía tragicósmica y trepidante”

Por Vicky Caracoche

Después de mucho tiempo, Federico emprende un viaje en donde la naturaleza le revelará más de una verdad.

Obnubilado y con el hilo de baba a punto de caer por la comisura del labio inferior, Federico miraba perdido el otro lado de la ventanilla, que iba avanzando más y más rápido.
Luego de la tormenta del domingo, sacó su mochila de viajero de la baulera y la llenó de todo lo necesario para irse. Hizo algunos llamados, compró provisiones y se fue directamente a Retiro, sin rumbo fijo.
Había archivado las ganas de viajar pero era eso y sólo eso lo que deseaba: ver otros mundos, tener la mente libre de preocupaciones inútiles.
Se sentía dichoso y quería saltar golpeteando los talones y diciendo “iuju”. No era un escape, no, porque dejaba una gran ventana abierta, y él se iba por otra a vivir un poco la vida, a descansar y rodearse de verde, de pájaros y de agua.
Parado frente a la ventanilla de pasajes, un tucán desde un cartel de viajes le guiñó un ojo. Nunca en su vida vio uno en persona, ni siquiera cuando fue a las Cataratas con sus padres a los doce años. Desde otro, un yaguareté con cara de compadrito le dijo, entre rugidos, atrevete y vení a buscarme.
Pidió un boleto de ida hasta Misiones y esperó dos horas a que el colectivo saliera.
Era un viaje largo y a pesar de que el asiento casi no se reclinaba, Federico durmió despatarrado.
Cuando abrió los ojos amanecía y la tierra roja se veía aún más intensa con los primeros dibujos del sol. La ruta bordeaba montes y hormigueros casi tan altos como personas.
Federico ansiaba retratarlo todo. Cada paisaje, detalle e impulso. Era un lugar amigable y deseaba plasmar esa armonía en sus imágenes. Tuvo las ganas súbitas de bajarse ahí mismo, en el medio del monte, pero el conductor lo frenó en seco con cara de pocos amigos.
Cuando el micro paró al costado de la ruta se bajó junto con dos señoras y sin pensar se subió a otro que se detuvo al lado. Se dirigía más al norte de la provincia, cerca de una reserva natural que desconocía. Al enterarse hacia dónde iban, pensó: “El universo se configuró”, y si bien la frase trillada lo hizo sentirse bastante salame, sonrió para sí por ser espontáneo.
El camino bordeaba varios aserraderos y bosques de pinos. Casi no había pasajeros y el chofer le pidió que sea bueno y le cebe unos mates. Algo sorprendido pero entusiasmado aceptó, apoyándose entre un caño y la boletera y desafiando la gravedad con un termo y un mate enorme.

– Ah, sí, yo me acuerdo de Buenos Aires, si fui cuando me casé. Demasiado grande es –y volanteó como un as esquivando un perro que se cruzó en la curva–. Pero así es nomás.

– Sí, así es –respondió Federico haciendo equilibrio. Era muy difícil cebar mate en ese momento.

Pensó que esto también era demasiado grande. Porque más allá de las madereras y los pinos inventados, se extendían montes y selvas enormes y apabullantes como la ciudad. Aunque aquí el olfato se refresca, los ojos vibran, la sonrisa se instala. Por fin le pasó un mate al colectivero y éste le dijo:

– Este pueblo donde vamos a parar ahora, es el último antes de la reserva.

Federico agarró sus pertenencias, tomó unos cortos y se bajó en la entrada. Caminó por un bulevar de canteros floridos y luego de tres cuadras llegó a la plaza. El sol estaba bajando pero hacía mucho calor. Tomó una cerveza y descansó.
Encontró un lugar sencillo para dejar sus dos mochilas y dormir. Era una casa de numerosas habitaciones con un bonito jardín llamado “Habitaciones Zulema”.

– Aquí está la cama. Ahí tiene la ducha, la toalla, el jabón y un placarcito. En el bar tiene cerveza, mate, y si no, usted me dice y yo le preparo una milanesa, una empanada, lo que quiera. Cuando viene usted me toca timbre y yo le abro nomás, ni importa la hora –le indicó la señora Zulema mientras le mostraba las instalaciones.

Federico estuvo un par de días paseando por el pueblo, observando a la gente y dormitando en la plaza. Al tercer día madrugó y se lanzó a la ruta en bicicleta.
Lo separaban treinta kilómetros de la reserva y emprendió el recorrido con el sol saliendo adelante.
Era alucinante ver las sierras envueltas en la masa verde del monte, los yerbales y las mesetas amarillentas.
Pedalear las subidas era trabajoso pero Federico se sentía renovado y enérgico así que todo el trayecto podría haber sido ascendente. De todas maneras, al llegar saltó de la bici con el pie acalambrado y un lagrimón a punto de caer.
Descansó, comió unas frutas y se acercó a la entrada. En la pequeña garita que oficiaba de boletería y vigilancia no había nadie, al igual que en los alrededores. Más allá, un sendero poco transitado se extendía hasta el infinito selvático.
Federico se adentró en el monte. Enseguida comulgó con todo el entorno, hasta con el mosquito más grande. Podría recorrer el lugar con sus piernas, sus ojos, sus sentidos a flor de piel.
Se autodenominó “deambulador cósmico vegetal” y se hizo un collar con una liana que levantó del suelo. Caminar en el medio de la selva solo y con la energía de la tierra colorada lo hacía sentirse más puro y despreocupado.
El sendero, que por momentos se volvía ínfimo, marcaba distancias con una pintada amarilla en los troncos de los árboles. A los costados todo era monte denso e impenetrable.
Luego de un par de kilómetros y de una subida soberbia, la espesura se abrió un poco para mostrar otro escenario. Una convivencia mágica se dibujaba entre árboles gigantes y gordos, otros un poco más bajos y una variedad de plantas y flores e insectos y mariposas. Había entrado a otra atmósfera, más colorida y densa, casi virgen.
Federico no daba abasto con su cámara. Quería fotografiar todo sin modificar nada, sólo sus pasos marcando la tierra. Como si hubiese viajado en el tiempo y cualquier movimiento que haga pudiera cambiar el rumbo de la historia y de la especie para siempre. Así de pequeño se sentía. Estaba en el corazón de la selva.
Pasado el frenesí, se sentó sobre una piedra y comió un sandwich de milanesa que le preparó Zulema.
El calor era muy agudo pero lo incentivaba a seguir. Retomó el sendero que se desdibujaba cada vez más, dejando entrever que a medida que avanzaba menos personas lo habían transitado.
El sol se filtraba apenas por entre las copas de los árboles; el aire estaba espeso, en la apoteosis de la humedad.
“Así respiran también los árboles”, pensó Federico algo agobiado por la falta de oxígeno. Se sacó la remera y bailó la danza del árbol ahogado tarareando sílabas inconexas. Se reconoció también como “partícula pegajosa sideral”; todo tenía sentido para él.
Luego se arrodilló venerando a los gigantes de madera, cerró los ojos y se echó un sueñecito.
Al despertar, divisó a unos metros un tucán espléndido en la rama de un árbol, con su pico naranja feroz y su plumaje brillante de negrura. Estaba quieto, mirando para un lado.
Como un ninja experto, sacó la cámara de su mochila. Ajustó la lente para captar la textura de su cuerpo y el detalle de los ojos, y luego de una ráfaga de fotos sacudió sus alas y se alejó.
Federico tomó su mochila y siguió por el sendero en dirección al pájaro, cada vez más adentro de la espesura. Por momentos era difícil dilucidar qué rumbo tomar, pero él estaba tan mimetizado que cada paso lo hacía sin dudar.
En la caminata silenciosa, aguzó el oído. Se deslizó por una huella casi imperceptible, sorteó helechos gigantes y un tobogán de barro lo condujo hasta una visión casi iluminada: un salto de agua cristalino que formaba un piletón estupendo entre las rocas. Ahora sí estaba en el oasis.
Caminó por entre las piedras enormes y fue directamente bajo el chorro impetuoso y blanquecino.
El agua caía desde un paredón y las rocas que lo rodeaban parecían haberse derrumbado hacía milenios, metiéndose a la fuerza entre la selva. Federico se tumbó panza arriba y observó el pedazo de cielo rosa que se recortaba entre los árboles y el acantilado.
Una nube de mariposas turquesas invadió el piletón revoloteándole alrededor como pequeñas hadas que le daban la bienvenida. Todo era alegría.
Corría una brisa casi primaveral y el olor de la tierra mojada era más fuerte. El sol estaba bajando y lo hacía muy rápidamente. Era hora de volver.
Tomó su mochila, saltó algunas piedras pero se topó con una repentina oscuridad que opacaba los árboles. Era difícil saber por cuál camino había bajado hasta aquí.
Más apurado comenzó a dar vueltas por donde creía que podía estar el sendero, pero la zona embarrada le dificultaba la caminata. No podía reconocer nada y comenzó a inquietarse.
Intentó todos los caminos posibles pero admitió que daba vueltas en el mismo lugar, a pesar de su búsqueda cada vez más ávida del sendero a casa.
El cielo ya viraba al lila oscuro y Federico asumió su suerte: ya no sería posible salir de allí.
Turbado, giró sobre sus talones y volvió hasta las rocas. Se sentó abrazándose las piernas y esperó la noche cerrada. Hoy no sería una noche más.

(Continuará)

Si querés leer más de Vicky:
undiarioabsurdo.blogspot.com

Fotografía por:
Luisa Tomatti

¡Pasar al próximo capítulo!

 

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