FEDERICO | Cap 12: “Un gesto o las mil palabras”

Por Vicky Caracoche

Las reacciones inesperadas son espejos interiores. Federico abre el cajón de los recuerdos amargos y sigue su impulso.

Para Federico existen cuestiones que requieren un exorcismo de su ser antisocial. Esto lleva un esfuerzo a conciencia y sin parangón. Una epopeya anti onanista reivindicadora de su parte más simpática.
Por ejemplo, levantarse por algún trabajo cuando aún es de noche, hacer colas innecesarias en instituciones varias, y asistir a eventos o fiestas del ambiente fotográfico.

Sobre esta última cuestión (en realidad hay más pero para qué exponerlo así), Federico redobla la apuesta.
Practica un ritual que lo predispone y lo torna más encantador y amistoso. Mete cualquier disco de rock denso, guitarroso, para bañarse; se perfuma apenas y usa un saco como de caballero antiguo  o unos botines azules.

Él disfruta de beber algunas copas y charlar un rato con colegas. Pero adoptar una máscara y ser lo más transparente posible le causa un poco de stress.

Esta vez era una fecha especial. Aníbal Munesich, su maestro, recibiría una mención por su trabajo sobre fotografía documental. Se sentía muy inspirado para ir y cantó una de Led Zeppelin en la ducha.
Llegó a la muestra y repasó en una panorámica todas las fotos. Un cosquilleo de emoción lo cruzó.
Admiraba mucho a Aníbal. Por su valioso ojo creativo y también por su sinceridad cruel. Decía lo que tenía que decir, guste o no, y eso lo trasmitía también en su obra.

Se detuvo frente a una gigantografía y tuvo un flashback hiperveloz. Él manejaba el auto del Mune cuando sacó esa foto persiguiendo al camión de la basura. Estaba armando una muestra sobre el trabajo duro.
Había una luz muy tenue, mezclada en la llovizna, que quedó plasmada en naranjas y negros. El Mune había captado el color de la melancolía en los ojos de esos trabajadores.
Estaba hipnotizado con esa imagen, con ese recuerdo tan vivaz y divertido y una voz estruendosa lo sacó de sus pensamientos. Fue como un bocinazo de camión que le taladró el cerebro. Tanto tiempo después, volvió a oír a quien fuera su amigo, Darío Lombaud.
Se habían conocido diez años atrás en el taller de Munesich. Descubrieron juntos su pasión por la foto y el Mune los estimulaba constantemente para que salgan a tomar imágenes.

La tendencia de estilo de Darío se volcaba hacia el retrato social, la vida en las calles. La realidad lo más cruda posible, de ser necesario. Federico, en cambio, necesitaba agregar lo abstracto a esa crudeza, el toque poético a la crónica. Ambos se complementaban y aguzaban el ojo mediante el trabajo compartido.
Este crecimiento en el oficio generó una relación de amistad que se afianzó con el tiempo.

Se habían vuelto compinches inseparables. Salidas nocturnas, borracheras, noches en vela. Los primeros trabajos como fotógrafos. Todos los llamaban “los Hermanos Macana” y a ellos los divertía el apodo.
Pero de un día para otro, Darío empezó a tomar distancia. Gradualmente y sin disimulo, dejó de frecuentar el taller. Respondía los mensajes de Federico de manera escueta y evasiva.

Todos los jueves antes de eso, junto con el Mune salían a buscar crónica visual por un barrio que elegían previamente. Luego armaban un rompecabezas de la ciudad y debatían sobre las imágenes tomadas. Querían armar su primera muestra de la mano de un profesional como el Mune, que no sólo les brindaba material sino también contactos y apoyo incondicional.
Darío dejó de asistir. Un jueves, luego el siguiente, argumentando que estaba demasiado ocupado.
Tanto el Mune como Federico sabían que aquél estaba contactado con poderosos del ámbito gráfico y de espectáculos. De a poco se acomodó entre ellos y se volvió un personaje más del circo superficial que siempre había criticado.

Era extraño, porque al inicio de su carrera Darío casi quería hacer la revolución con sus fotos. Entraba en acalorados debates sobre la crisis social y política que existe desde siempre en el mundo. Era el defensor de los menos favorecidos, el militante comprometido, el ecologista socialista. Todo junto.

Pero pestañeó y pasó del “para todos todo” al “para mí lo mejor que pueda”. Se olvidó de los ideales, los amigos y el taller sin aviso y sin explicación.
Si Federico lo llegaba a cruzar por la calle lo increparía diciéndole que era un cobarde inescrupuloso y más ofensas de alta gama. Que la careta que usaba algún día se le caería como se le habían caído las ideas al inodoro. Le diría algo más, seguro. Pero también lo agarraría de las fosas nasales con dos dedos y lo sacudiría de un lado para otro, superando cualquier dibujito animado.

Iría volando como una flecha para clavarse en su barriga como un hombre-misil, luego pararse sobre él, tirarle encima el mismo peso de su hipocresía y liquidarlo.
Es que Federico se sintió dolido. Creyó que eran pares. Se contenían en sus crisis de oficio, mantenían intensas charlas y salían mucho a vivir la noche. Y de repente, si te he visto ni me acuerdo y al cabo que ni me importa.
Era como si los Hombres de Negro lo hubieran interceptado en la calle borrándole toda la memoria con su neuralizador, y también las agendas, los teléfonos y hasta la personalidad.

El cambio radical fue lo más impactante para Federico. Sostener una postura que te define como persona y luego darse vuelta como una media es hasta un caso de investigación. Lo había apodado “Harvey Dos Caras” cuando ya pudo burlarse del asunto.
Resulta que ahora lo tiene a dos metros, haciendo alarde de su status. Un cuadro inolvidable.
Lo busca al Mune con la mirada. Del otro lado de la sala, puede leerle los labios debajo del bigote que le soplan “tranquilo nene, anda a dar una vuelta”.
Cuando vuelve la vista lo tiene a Darío enfrente, extendiéndole la mano con una sonrisa. Lo mira directo a los ojos y sin pensar le suelta:

– Te deshonro el saludo –  su saco de caballero lo había poseído. Darío queda paralizado. Luego hace una cínica reverencia con el cuerpo, se da media vuelta y sale de la galería.
Hay una bruma densa y casi nadie caminando. Las veredas mojadas y las hojas pegadas al piso lo distraen un poco.
Se siente enojado pero con un alivio interior. Ese gesto valió más que cualquier palabra que pudiera haberle dicho, incluso si era en forma de patada voladora. Recordó lo que el Mune le dijo una vez:

– Cuando la gilada te compra con lucecitas de colores, el oficio lo usas de excusa. Te importa más lo que dicen de vos que tu trabajo. Por eso el trabajo que hacés se va borrando.

Era cierto. Federico moldeaba su carrera como un artesano. Trabajaba en todos las variantes del oficio pero su voz, su expresión, la moldeaba él mismo. Nadie le imponía nada.
La llovizna ahora cae igual que aquella noche que perseguían al camión. Federico piensa cómo le costó asimilar este desengaño amistoso. Le había causado dolor y nunca pudo descargarlo.
Igual que los basureros, él también había tirado con furia bolsas de frustración al camión de sus recuerdos. Y ahora sin quererlo, la forma pseudo cortés de negar el saludo fue el final más filoso e ilustrativo que pudo salir. Federico estaba un poco orgulloso. Se sentía liberado del peso de la hipocresía.

Sabía que por más que intente cualquier ritual, jamás usaría una máscara. Era un revolucionario de sí mismo.

Si querés leer más de Vicky:
undiarioabsurdo.blogspot.com

Fotografía por:

Bernabe Della Mattia
www.bernabedellamattia.com.ar
www.facebook.com/pages/Bernabe-Della-Mattia

¡Pasar al próximo capítulo!

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