FEDERICO | Cap 10: “Cruza al amor”
Por Vicky Caracoche
Como en una típica comedia romántica, hoy Federico cruzará un mar de lugares comunes para arribar a las playas del amor.
La madrugada los encontró tan abrazados y despiertos. Los dos miraban el cielo melancólico de las primeras horas, tirados en la cama sin hablar.
Algo habían charlado luego de reencontrarse en el subte y correr hasta la casa de Federico, así sin pensar nada en absoluto. Solamente se tomaron de la mano y llegaron al departamento, donde ya no hubo tiempo siquiera. El mundo se detuvo y volvió a girar un rato más tarde, cuando desnudos y transpirados por el fragor del reencuentro, se contaron los últimos meses sin verse.
Federico la extrañó muchísimo; eso fue siempre así aunque haya luchado contra ese sentimiento como un samurai. Pero ahora que ella estaba ahí, materializada frente a sus ojos, que podía olerla y acariciarla, supo que no quería la distancia otra vez. Siempre tendría ganas de hacerla reír, de besarla, de verla dormir como duerme con la boca abierta.
– Es tan cliché todo esto – le dijo ella en un momento – Muy como en las películas románticas de los sábados a la tarde: la ex pareja se reencuentra en la multitud, hacen el amor y el mundo es todo perfecto, y sonríen mientras él le dice que ama el perfume de su pelo. Luego se pelean porque el mundo ya no es tan hermoso, hasta que él la va a buscar justo cuando ella está a punto de hacerse monja, le pide casamiento y terminan viviendo en una casa de los suburbios con cinco hijos y un perro labrador que se llama “Puffy”.
Podía ser un poco sarcástica a veces, pero no era algo personal contra él, sino más bien contra ella misma. Federico lo sabía.
Después de haber cortado definitivamente, Catalina retomó el viaje que había dejado cuando se enamoraron. Luego volvió, hizo algunos trabajos y se fue otra temporada a una playa de Centroamérica.
– Me di cuenta que viajaba compulsivamente. Creía que así iba a tranquilizar mi mente y todo iba a acomodarse cuando volviera. Pero el cielo es siempre el mismo en todos lados – le contó mientras trataba de hacer dibujitos con el humo del cigarrillo – Por eso, además de que no tengo un peso, decidí quedarme acá y bancar lo que venga.
No era su mejor momento. Sus deseos de convertirse en cantante profesional hacían tambalear sus ingresos. Casi vuelve a la casa de sus padres, pero antes de la hecatombe personal una amiga le prestó una habitación y una máquina de coser.
Luego de varias changas, logró un puesto fijo en una feria donde vende manteles hechos por ella. Un respiro que le permite armar un poco su sinuosa vida.
Federico recordó el día que la conoció: una persona feliz porque sí, a pesar de no tener nada armado, ni siquiera un plan B en caso de emergencia emocional. Admiraba su capacidad de reponerse ante la adversidad, su valentía para levantarse y seguir.
Claro, cuando Federico se despertó ella ya no estaba. Eso lo desconcertó un poco. Se lavó la cara y se sentó con el mate frente al ventanal.
Sentía una euforia pacífica dentro suyo, una especie de felicidad zen. Una voz le prometía que no iba a ser fácil, pero que iba a ser de alguna manera.
Se acordó de una foto mental que le había tomado a Catalina unas horas antes: un primer plano de su perfil mirando la ventana desde la cama, con los pelos revueltos y un color azul ceniza que dominaba la escena. Luego recordó su tono de voz un poco perplejo y sus palabras:
– Me da vértigo esto que tenemos nosotros – Él no le contestó – Esta magia, reencontrarnos así de golpe y conectar tanto. Yo soy todo conflicto. Como el calentamiento global. Hoy grandes tormentas, mañana chaparrones aislados, pasado un sol que te revienta la cabeza, después el granizo que te destruye el capot del auto.
Federico salió de su departamento y se topó con el encargado del edificio, que le echó una mirada suspicaz. Le molestó tremendamente esa especie de código avisando “sé muy bien con quién estuviste”. En primer lugar porque no eran amigos y luego, porque cuando Catalina vivió ahí, nunca perdió oportunidad de hacerse el simpaticón con ella.
Este gesto le cambió el humor. Mientras caminaba por el barrio comenzó a preguntarse cómo quiere su vida en realidad. Prefiere pronosticar, especular, hacer estrategias como un corredor de bolsa triste? No arriesgar, evitar equivocarse (inútilmente), resignarse ante todo? Para nada, no señor. Elige una y mil veces tomar las riendas de su vida y apostar por ser feliz, por más obstáculos que haya. Y, por supuesto, desea contagiar de ese entusiasmo a Catalina.
A decir verdad, él quiere eso y mucho más. En su imaginario vivir desnudos frente a un lago cristalino es la utopía máxima, el ideal absoluto. Pero como tanto no se puede, se conforma con abrazarla y besarla en cualquier lado, calmarla y decirle que todo va a estar bien porque están juntos y son indestructibles. Federico oyó sus pensamientos y asumió ruborizado su talento real para el cliché.
Por otra parte, en medio de este tifón amoroso y esta inspiración de Romeo trasnochado se había olvidado de Mavi. La llamó y cuando se encontraron, él le contó lo sucedido en las últimas horas.
– Cuando todo está concebido para que de ninguna manera te encuentres a alguien y eso ocurre más allá de cualquier cosa, el universo te está mandando un mensaje. No podés dejarlo pasar.
Así era Mavi, su pitonisa, su hada madrina. Se iban a amar siempre como los buenos amigos que eran. Luego de un largo abrazo, se despidieron hasta que el azar los volviera a unir.
Necesitaba hablar con Catalina. Sabía que no había pasado tanto desde que se vieron, pero la conocía bien y podría estar debatiéndose negativamente.
La llamó por teléfono pero no contestó. Anduvo por la feria donde trabaja pero no la encontró ahí tampoco.
Dejó pasar unas horas y la falta de respuesta lo puso ansioso. Esa ansiedad aumentaba la potencia de sus creencias, de su discurso, y lo bloqueaba para cualquier otra cosa.
Insistió con el teléfono pero nada. Así que, a pesar de no querer presionar ni ser invasivo, fue hasta su casa.
Cuando llegó frente a su edificio ubicó el balcón del cuarto piso y vio la luz prendida. Tocó el portero eléctrico y esperó. Una voz de mujer lo atendió.
– Cata, soy Federico. Me abrís? – La voz no contestó, pero se sentía el sonido de la comunicación eléctrica encendida – Bueno, no importa. Quiero decirte algo. Pensé sobre este tema del calentamiento global que me dijiste. Imaginate que el amor es un bote, está bien? Un bote que va por lugares tranquilos, otras veces por un mar furioso, después vienen tifones, maremotos, y luego vuelve al mar calmo. Ese bote tiene todos los protocolos que necesitas para mejorar los climas violentos. Y en ese bote también estoy yo, timoneando con vos. Por ahí estoy haciendo una de película romanticona, pero en el fondo sé que te encanta que sea tan cursi cuando soy sincero. Yo no te voy a pedir casamiento, no sé tener mascotas, y la verdad que vivir en los suburbios no me entusiasma. Esto que hay entre nosotros sí me entusiasma, aunque caigamos en el lugar común. El amor es un lugar común, pero nos da miedo. Nos asusta vivir la profundidad de nuestros sentimientos, darnos cuenta de todo lo que somos y lo que podemos ser. No nos tiene que importar nada, como ayer.
El silencio se hizo más severo.
– No soy Cata, soy Andrea. Catalina no está.
Federico sufrió una decepción intensa. Ese rapto de inspiración hubiese sido crucial para el corazón de Catalina. Además, se sintió muy desnudo al exponerse así ante una desconocida.
Cruzó la calle y se apoyó en el poste de la luz, desilusionado, mirando hacia el balcón de Catalina, que vaya a saber dónde se había metido.
Sin embargo, dos minutos más tarde ahí estaba ella, queriendo abrir la puerta del edificio, que se había trabado. Ambos se miraban ansiosos mientras luchaba con el picaporte, hasta que éste finalmente cedió.
Como a punto de correr intentaba cruzar la calle, pero el semáforo era eterno y el tránsito iba muy cargado.
La lluvia caía cada vez más pesada y dejaba adivinar el cuerpo de Catalina bajo su camiseta blanca, mientras le hacía caer el pelo sobre el rostro.
Cuando todos los autos pasaron, los dos corrieron a encontrarse y casi en el medio de la calle se abrazaron como nunca.
– Que no nos importe nada – le dijo ella emocionada, y ambos se besaron intensamente.
Acto seguido, el semáforo se abrió en verde y bajo una catarata de bocinazos y frases del estilo “soltala que no vuela”, “qué par de tarados” u otras de más grueso calibre, Federico y Catalina esquivaron los autos riéndose y siguieron besándose en la vereda, mientras la vida seguía en la impaciente ciudad.
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undiarioabsurdo.
Fotografía por:
Teresa Tomatti