Atravesando todo límite
Por Lucía Aguilera - Andrea Stilman
Hace un par de meses, en su cuarta temporada, terminó Breaking Bad, una creación de Vince Gillian (Los expedientes X), otro imperdible televisivo que explora las fronteras que se pueden trascender ante la desesperación.
Ya me venían diciendo que tenía que ver Breaking Bad. Yo había comenzado a seguirla allá por el 2008, y esperaba cada semana el nuevo capítulo porque me resultaba atractiva, y por algunas arbitrariedades en aquel entonces, dejé de verla. Una de las personas que me insistía era mi amiga Andrea Stilman. No sólo adoro la TV, sino a los entusiastas con quienes me hermano a través de un programa en común. Por eso la invité a ella, fiel seguidora y además socióloga, a escribir esta reseña conmigo y de paso sacarle provecho a las lecturas que ha acumulado todo este tiempo.
Antes de empezar, avisamos: los primeros dos capítulos transmiten un sentimiento de profundo desasosiego. Sucede que nuestro protagonista Walter White (Brian Cranston), es un químico con grandes conocimientos cuya vida ha ido en picada. De sus años de gloria en el campo de la investigación, pasó a dar clases en un escuela secundaria pública de medio pelo, el único espacio que le queda donde se siente alguien y conserva un dejo de entusiasmo frente a un alumnado abúlico e indiferente. Para mantener a su familia, compuesta por su esposa atravesando su segundo embarazo y su hijo con una discapacidad motriz, toma un segundo empleo en un espantoso y tóxico lavadero de autos. En este marco, con su autoestima por el piso y en bancarrota, se entera que padece de cáncer de pulmón. Y acá empieza todo. Un hombre honrado, inteligente y avocado a su familia se descubre a los cincuenta años hundido en la desesperación de un futuro sin seguridad para quienes ama.
¿Qué hace entonces un sujeto pragmático y escéptico? No siente pena por él mismo, no busca consuelo ni habla de su situación. Necesita dejarle a su familia la vida organizada y toma por el camino más inesperado.
Como todo en esta serie, la oportunidad se da del modo más extraño. Su cuñado Hank (Dean Norris) es un orgulloso agente de la D.E.A., y el tímido Walt lo acompaña a una redada en un laboratorio de metanfetamina. De ahí ve huyendo a un ex alumno, e inicia un camino que, al menos en principio, parece ser absolutamente inverosímil e indescifrable. Él no tiene nada que perder, eso está claro desde el primer momento y sin embargo, no puede dejar de sentir sobre su espalda el peso del deber y del legado. No hay tiempo y los límites se desdibujan. Agobiado, va a visitar a Jesse (Aaron Paul), su antiguo alumno. Adicto, marginal y cocinero de Crystal meth de baja calidad, es la única persona que puede ayudar a Walt a llegar a donde quiere: hacer dinero con las drogas para dejárselo a su familia. Debe resolverlo de inmediato, y para eso quiere elaborar el mejor producto. Su único vínculo con los negocios turbios es este jóven, a quien se asocia por más inepto, estúpido o irresponsable que parezca.
El producto se vuelve el mejor que se haya visto. El hombre es un purista de la química y rediseña una fórmula con enorme potencial y una marca registrada: por la alteración de materias primas, la metanfetamina es color azul, y de impecable pureza. En el ambiente se empieza a hablar de sus solicitados cristales, configurando un mito que une a su figura y su “obra”. La demanda se vuelve incontrolable, despertando las sospechas de la D.E.A. y de los narcos, que buscan llegar al punto de fabricación. A Walt y Jesse ya no les alcanza su rudimentario laboratorio montado en el viejo motorhome. Las posibilidades de ganar más los lleva a los brazos del narcotráfico organizado.
En este punto, la historia se vuelve más y más violenta, sin una posibilidad racional de solución. Si al principio eran dos individuos sobreviviendo, la narración se transforma en un universo compuesto por jefes de carteles, policías, dealers y consumidores, y muestra la batalla fronteriza entre Alburqueque (en USA) y México por el liderazgo en la venta de droga.
La exposición y los riesgos que esto trae son desgarradores. Walt se vuelve huraño, deja de comunicarse con su familia, mientras su salud empeora. Su responsabilidad ya no es sólo cuidar de sus seres queridos y producir droga de calidad, sino que se hunde cada vez más en un entorno de muerte, venganza y poder, sin perder de vista por un segundo el propósito inicial.
La serie tiene tantas aristas que es difícil describirla con síntesis. Las actuaciones son impecables, a lo largo de las temporadas transmiten un dramatismo parejo, hondo, pero sin un punto de exceso. Magistralmente, Gillian crea un tejido sin fisuras. No pierde de vista jamás el propósito de la historia, ni hay una sola torsión que produzca dudas en el espectador. Todo cierra, incluso en los sentimientos duales que provocan los personajes, sigue manteniéndose la empatía con ellos.
La serie es tan superior y recomendable, que no bastaba sólo con mi frenesí televisivo, sino que me uní a la adorable Andrea y ambas les decimos que empiecen a verla cuanto antes.
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