FEDERICO | Cap 15: “Sacudir antes de partir”
Por Vicky Caracoche
Abrir los ojos y despertar pueden ser cosas distintas. Hoy Federico se reflejará en su propio laberinto de espejos y esta vez no habrá huida.
– Bueno. Hola buen día. Mirá, las cosas son muy simples. Ya te habrás dado cuenta, si es que pensás un poquito, que esto no va para más. No tiene sentido seguir. Anoche lo confirmamos. Cuanto más estiremos esto, más nos vamos a lastimar. Bah, no sé si es esa la palabra. Pero necesito otra cosa. Aire, espacio. Estoy ahogada, estancada. No sé. Nada nos une. Así va a ser mejor.
Estas son las primeras palabras que escucha Federico apenas abre los ojos.
El cielo plomizo y húmedo del mediodía invernal oscurece el desorden de la noche anterior.
Catalina, sentada al borde de la cama, con los pelos revueltos y sin pestañear, espera.
Parece haber esperado horas, o quizás meses, a que él se despierte, mientras elucubra su argumento y suspira por el fin de esta relación.
Ella está, ahora sí, muy resuelta a terminar este híbrido sentimental y si bien a Federico le sucede lo mismo, ninguno había tomado la posta hasta ahora.
Los dos ven cómo el gran tobogán del acabóse los lleva en caída libre a estrellarse justo en la cara del monstruo del quiebre definitivo. Están asfixiados, atados a sus propios demonios. Ya es hora. Federico está perplejo, pero aliviado de cierta manera. Se incorpora en la cama atontado.
– No me mires así. Te molesta lo que te digo?
– Se me cruzan los ojos de tanto whisky – se masajeó las sienes -. No fue una buena idea.
– No me cambies de tema. Cerremos esta puerta de una vez por todas.
– Un movimiento en falso y lanzo todo. No me apures.
Se hace un largo silencio. Catalina asiente con la cabeza. Es un dato importante.
Es que el día anterior pasó a velocidad crucero: luego de apenas hablarse la última semana, decidieron “pasar el sábado juntos”. La balanza medía ansiosa entre “esperanza” y “la última de las últimas”.
Llegó el primer choque, tibio, para resolver dónde almorzar: vegetariano o parrillita barrial. Dieron vueltas por un mercado de pulgas para distraerse pero lo viejo les provocó nostalgia y se fueron al parque.
Luego vino el segundo round, más acalorado, para definir si caminar o sentarse. Conversaciones extrañas e incómodas aderezaban el incordio creciente.
El tercer encontronazo, ya en modo “trópico”, fue sólo por decidir si asistir al cumple de amiga o quedarse en lo de Federico y – seamos sinceros – romper todo.
Desde que están juntos, jamás lograron ponerse de acuerdo en los momentos ásperos. Las cuestiones siempre tuvieron “solución” porque el asunto ya se agotaba por defecto.
Tras un atisbo de coherencia compraron vino, chocolate, pan y el famoso whisky, pasaporte seguro a la sinceridad sin tapujos.
Puertas adentro por fin se dejaron ser. Con el vino llegaron algunas recriminaciones y sarcasmos, siempre en tono ascendente. Al cabo de un rato el vino se había terminado pero el whisky recién empezaba, sumando ofensas, lágrimas y autocompasión. En el medio, besos y más besos a la botella, un poco de sexo decadente y canciones de Virus y Bauhaus. Para las cuatro de la mañana eran dos borrachos tirados en la cama, desnudos espalda contra espalda diciendo chau a todo eso tan lindo y tan feo.
La versión número tres (así la llama él) de la relación entre Federico y Catalina será la más corta. La primera duró casi tres años y tuvo un final tormentoso y amargo.
La segunda vuelta (aunque no llegaría a calificarse como “relación”) fue irregular. Idas y venidas, mucho sexo pero poca alegría, hasta que juraron no volver a verse nunca más.
Todo muy lindo y superado hasta que el destino los cruzó en la hora pico del subte. Ahí sobraron las palabras y prevaleció eso que alguna vez fue amor.
Desde ese mágico reencuentro y por algunos meses más, fueron livianos, amorosos, animales, oh sí, y tenían la sonrisa del idilio fresco impregnada en la cara.
Pero existe algo, una cuestión azarosa tal vez, o metafísica, o hasta matemática, que se pone en funcionamiento inexorablemente pasado cierto tiempo, que tuerce y deforma ese sentimiento puro.
En este caso puntual, la maquinaria de la ruptura empezó con un inocente intercambio de opiniones (¿inocente?) sobre las personalidades. Por qué uno es así o es asá y todo tipo de retóricas agotadoras que dan calores internos, fastidio y un sabor amargo que vuelve y perdura (sobre todo porque ya es conocido).
El resto viene solo y en este caso, alimentado por ambas partes sin prisa y sin pausa.
Federico va al baño. Tiene una resaca ejemplar. Se mira al espejo y se siente rancio y derretido, como un sándwich dentro de un tupper en un mediodía de calor.
Prende la ducha y recapitula lo sucedido durante la noche. Atisba frases sueltas, inconexas. Luego caen como ladrillos de una pared inquebrantable lo cierto y doloroso y triste de lo que sí se dijeron. Sabe que no hay vuelta atrás. Es el adiós.
Comienza a cantar “November rain” casi enajenado para aliviar su jaqueca y sus tensiones. Piensa cuántas estrellas de rock rompieron sus amoríos intempestivamente y salieron en las revistas condenados por sus locuras impulsivas y amorosas. Pero él no era tal y no saldría en una revista porque no tiene esa clase de relación donde podrían revolearse sillas y luego desnudarse y amarse hasta que uno de los dos – o ambos – terminen en un centro de rehabilitación. Podría haber sido así un poquito apenitas en la primer versión de esta pareja, pero hoy sí que nada que ver.
– Bueno, nos estamos separando. Ya estábamos separados pero juntos. No tan juntos. Es asumir que estoy solo. SO-LO. Just tryin’ to kill the pain, oh yeah – suspira -. No mirar más para otro lado. Solo en este baño de dos por uno. Everybody needs some time on their own, oh oh. Siempre este baño. Este departamento. Es como un deja vu de mí mismo.
El agua le sacude el sopor pero una imagen tremenda se apoderó de su mente. Apaga la ducha y se sienta en el inodoro, alucinado en su despertar. Se ve a sí mismo estático, como si una cámara cenital lo captara en este cubículo en repetición infinita, en un juego de espejos morboso.
Piensa y reacciona que él también está estancado: su vida entera es una fotografía del eterno retorno.
Recuerda a su amigo Alejandro desbordado, volviendo a la profundidad de la existencia.
Tanto tiempo adormilado, apenas convencido con una especie de felicidad de segunda mano y eligiendo la chatura del día a día, entrando en ese túnel del que es tan difícil salir, el túnel de la costumbre, que conduce a la calle de los que no luchan más, de los que no despiertan, de los que se vuelven robots y se olvidan de indagar si son felices o no.
Federico no quiere más eso. Quiere recorrer la avenida de los que agitan el polvo de sus vidas y se vuelven más livianos a cada paso que dan. Pero ojo, eso no significa que sea menos difícil, si no todo lo contrario. Y por supuesto le importa un comino.
Ahora llora. Sabe y no sabe por qué. Se siente triste, pero hay valor en sus lágrimas. En este domingo oscuro y resacoso, él rompe sus propios espejos. Es tiempo de sacudir.
Sale del baño y Catalina se acerca a él. Se abrazan un largo rato.
Federico intenta retener para siempre en su memoria el olor de su pelo, la forma en la que ella cruza un brazo por arriba y el otro por abajo, sus manos pequeñas apoyadas en su espalda. No hay más palabras para soltar. Ambos se miran y lo saben: ésta vez sí es la última.
– Lo único que sé es que te amé. Te amé de verdad.
– Ya lo sé. Yo también – dice ella entristecida -. Y esto también es amor.
Bajan por el ascensor en silencio. Ella abre la puerta del edificio y le devuelve la llave. Federico tiene un nudo en el estómago. Se siente absurdo y conmovido al mismo tiempo. Piensa que ya es definitivamente un hombre adulto.
Se dan un beso en la mejilla y con la mano Catalina le dice el último “chau”, perdiéndose de vista al doblar la esquina.
Al volver a su departamento, nota que el aire ha cambiado. Se asoma al ventanal y la bruma de la ciudad le humedece el rostro. Las últimas nubes del invierno se agolpan sobre los edificios vecinos dibujando paisajes psicodélicos. Intrépidas ráfagas de viento aúllan a su alrededor como un coro de brujas ancianas que parecen develarle un mensaje secreto.
Federico queda atrapado por ese canto y sonríe un poco. Un nuevo camino lo está esperando.
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Fotografía por:
Paula Carrizo
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